Intentando llegar a Kodari, en la frontera con el Tibet

Llegué a Kathmandu justo empezando con una crisis del petroleo, que hacía que moverse fuera mucho más difícil y caro. Había muchos menos autobuses, pero aún así se me había metido en la cabeza visitar Kodari, un pueblo al norte de Kathmandu y frontera con el Tibet.

Allí se encontraba el famoso Puente de La Amistad, que cruzaba el río Bhote Koshi y separaba Nepal de China, hasta no hace mucho, Tibet.

Por supuesto, es imposible cruzar al otro lado sin un visado chino, unos permisos carísimos para entrar al Tibet, y una agencia que te coloque un guía que te acompañe todo el tiempo por caminos establecidos de los que no te puedes desviar.

No era mi intención entrar en el Tibet, sólo quería estar unos días por las montañas, hacer unas fotos, ver como había afectado el terremoto a esa parte del país, y darme baños relajantes en las termas de Tatopani, un pueblo cercano a Kodari, famoso por sus fuentes termales. De hecho, Tatopani significa literalmente «agua caliente» en nepalí.

A priori parecía un sitio fácil de llegar, sólo había que coger un autobús en Kathmandu que te dejaba directamente allí, en unas 8 horas.

Pero sobre la 1 de la tarde, después de 6 horas de autobús, paramos en Barabise. No tenía ni idea de si quedaba mucho o poco hasta Kodari. El conductor no sabía nada de inglés, así que no podía responderme a mi pregunta: ¿Qué pasa? ¿Por qué hemos parado?

Tan sólo respondió cuando escuchó el nombre de la ciudad fronteriza:

¿Kodari? – le pregunté con mi mejor acento nepalí.

No, no, no, imposibol….

Vi varios autobuses y pregunté si alguno salía para Kodari, y todos me respondían lo mismo: imposibol.

Alguien me llevó a un jeep, donde me pedían 3000 rupias, unos 30$, por llevarme. Teniendo en cuenta que había pagado 500 rupias por un viaje de 6 horas, me pareció una locura y que me estaban tomando por tonto.

Seguí preguntando por el pueblo pero todos me respondían lo mismo una y otra vez: imposibol. El jeep me seguía a paso lento, intentando regatear, pero sin bajar de las 2500 rupias.

No podía más, estaba deseando salir de aquel pueblo que no me quería dejar marchar, así que me puse a andar hasta que dejé el pueblo atrás. Eran cerca de las 2 y oscurecía sobre las 6, así que tenía unas 3 horas para andar. Calculé que podría hacer unos 15 kilómentros, y pensé que seguramente me encontraría con alguna bonita aldea donde hubiera un precioso hostal con vistas a las montañas, o que en cualquier caso me podría alojar en casa de alguien, como ya había hecho muchas veces.

Me animó ver los paisajes increíbles que cruzaba: a mi izquierda un río furioso, a mi derecha montañas de las que caían cascadas por todas partes. Estaba todo lleno de vegetación, parecía el paraíso. La gente me saludaba alegremente: «¡Namaste!», aunque también notaba en sus miradas incredulidad: «¿Qué haces aquí, amigo?».

Pronto entendí el por qué…  el terremoto de marzo se había cebado con esta zona. Había muchas casas destrozadas, pueblos enteros bajo tierra, gente viviendo en tiendas de campaña… literalmente estaba pasando por encima de casas, caminando por sus tejados. La montaña se había desprendido encima de Nepal, engullendo a sus gentes.

Y seis meses después, el espectáculo seguía siendo dantesco.

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También empecé a entender el por qué me decían que era imposible llegar a Kodari: a medida que avanzaba el camino se hacía más impracticable, los desprendimientos habían hecho que en algunas zonas del camino fuera imposible de cruzar por cualquier vehículo.

Comprendí entonces que me sería complicado encontrar un sitio para dormir aquella noche, los pocos hostales con los que me había cruzado estaban destrozados y abandonados, y tampoco iba a quedarme en alguna tienda de campaña o alguna chabola de los supervivientes.

Después de más de 2 horas andando ya estaba contemplando la posibilidad de dormir con el saco de dormir en cualquier sitio… lo malo es que parecía que iba a llover. Intentaría encontrar al menos un techo, y pasar la noche como pudiera. De repente un jeep con al menos 10 personas paró detrás mía. Le pregunté de nuevo al conductor:

¿Kodari?

¿Kodari? – me dijo abriendo los ojos de la sorpresa – Imposible, hermano… te puedo dejar en The Last Resort, un sitio para dormir que seguramente sea el único sitio donde puedas pasar la noche por aquí.

Me monté y por 200 rupias pude disfrutar de un paseo de 20 minutos de locura en la parte de atrás de un jeep descapotable, rodeado de nepalís. Alguno casi se cae en uno de los saltos. Aunque el camino era impracticable, el tío conducía muy rápido.

Llegamos a mi destino, fui el último en bajarme, y el tipo se volvió por donde había venido. Para llegar hasta el resort tuve que cruzar un puente nepalí, que luego me enteré que era uno de los más altos del país, y desde donde se hacía puenting. Cuando entré, el sitio estaba medio destruido. Había gente trabajando y cuando me vieron llegar se quedaron todos quietos, callados, uno con una tabla en el hombro, otro con el martillo a medio camino. Era lo último que pensaban ver ese día, un guiri perdido.

Me dijeron que desde el terremoto no habían vuelto turistas, y que estaban aprovechando para arreglar lo que se había caído. Me ofrecieron una tienda de campaña, cena y desayuno. Uno de ellos volvía al día siguiente en su jeep a Kathmandu y me ofreció también volver con él.

Estuve tentado de decirle que sí, pero cuando me dijo que estaba tan solo a 13 kilómetros de Kodari, mi cabezonería me impidió abandonar. Al día siguiente me levantaría temprano y en 3 horas estaría en mi destino. Y quien sabe, era un pueblo mucho más grande de los que había pasado, seguramente habría algún sitio donde poder dormir. Y además tenía en la cabeza a Tatopani, quería probar las termas y descansar.

En el resort las duchas estaban todas rotas, así que tuve que ducharme con un cubo de agua fría. Me daba igual, iba a pasar la noche bajo techo y caliente, iba a cenar dal bhat y estaba muy cerca de pasar unos días relajado, bañándome en termas y haciendo fotos de sitios increíbles.

Cuando salí de la ducha, estaba anocheciendo y había empezado a llover. Fue una suerte encontrarme con ese jeep.

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A la mañana siguiente seguía lloviendo, no había parado en toda la noche, y tuve que esperar hasta las 9 para empezar a andar.

Ese día la Naturaleza estaba en todo su esplendor, regalándome las imágenes más bellas que había visto nunca, pero al mismo tiempo me mostraba su lado más cruel. De nuevo casas devastadas, gente mal viviendo sin luz ni agua, pueblos enteros desaparecidos…  una puta locura. ¿A quién se le había ocurrido intentar vivir aquí? La Naturaleza era tan grandiosa que te hacía sentir una hormiga, una minúscula mota de polvo. Podías intuir que un pequeño estornudo allí de una de esas montañas significaba una muerte segura.

Seguí andando con ese sentimiento encontrado, maravillado y horrorizado por lo que estaba viendo y viviendo. Pensaba en lo que estarían haciendo mis amigos, mi familia, mi novia. Yo estaba paseando por el paraíso y por el infierno, solo. No era la primera vez ni sería la última.

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Después de 3 horas llegué a Tatopani. Era un pueblo algo más grande, aunque en realidad sólo eran casas a lo largo del camino. Pregunté por un hotel, y empezaron de nuevo las miradas de incredulidad y los movimientos negativos de cabeza. Insistí a varias personas, pero todos me decían lo mismo: los hoteles estaban destruidos, abandonados.

No podía ser, había casi llegado a mi destino, y ahora no tenía tiempo de volver atrás. Tenía que quedarme allí o seguir 3 kilómetros más hasta Kodari, mi última esperanza.

Entonces unas chicas me dijeron que esperara en la puerta de un hotel cerrado a cal y canto. La fachada estaba resquebrajada por varias partes y parecía que iba a caerse en cualquier momento. Al rato apareció un tipo, el dueño, y me hizo señas para que le siguiera. Curiosamente no hablaba ni una palabra de inglés. Lo seguí y entramos  por una puerta trasera en su ruinoso hotel. Me condujo a la última planta, la cuarta creo que era. Muchos muros estaban caídos, había restos de muebles, cristales, papeles y mil cosas más por el suelo. Abrió una puerta y me enseñó una habitación que a diferencia del resto del hotel, estaba casi ordenada, aunque se notaba que hacía meses que no entraba nadie allí.

No había ni luz ni agua, y creo que me dijo que intentaría arreglar lo del agua, para que por lo menos pudiera ir al baño.

Una vez sin la mochila a cuestas llegaba la segunda parte: encontrar un sitio para comer. Después de preguntar un rato me metieron en el único sitio del pueblo que quedaba, una especie de tasca oscura donde pusieron frente a mí un plato de noodles. Fui el centro de atención un buen rato, hasta creo que ligué con un borracho que me pagó la comida y quería que durmiera con él en su casa.

Volví a mi habitación y me di cuenta de que no podía estar en ese sitio más de una noche, llevaba medio año abandonado, seguramente había ratas, cucarachas y chinches, o quizás se me iba a caer encima el techo o se derrumbaría el edificio. Mi última opción era Kodari, a 3 kilómetros de allí. Eran las 4, tenía 2 horas para ir, ver si había algún sitio mejor para quedarme y volver. Podía ir sin mochila, así que era tiempo suficiente.

Salí aunque estaba lloviendo, incluso corrí varias veces. Cuando estaba casi llegando el camino desapareció, se había producido una brecha de unos tres metros por la que se abría furiosamente una masa de agua. Habían puesto unos troncos tumbados a modo de puente, y al cruzarlo tuve que trepar con manos y pies por montones de piedras. Después de media hora subiendo, por fin llegué a Kodari.

Por fin había llegado a mi destino.

Pero el espectáculo era increíblemente triste. Chabolas y tiendas de campaña por todas partes, el pueblo casi desierto, destrozado, casas derrumbadas, la lluvia seguía empapando todo y yo no podía creerme que tanto esfuerzo no hubiera servido para nada.

Conocí primero a un chaval que me quería alojar en la chabola de algún amigo, y después a un médico que estaba allí ayudando a la gente y que quería que me quedara a dormir en alguna tienda de campaña libre. Me conmovió semejante prueba de hospitalidad, pero no quería dejar a nadie sin un sitio para dormir, aparte de que no podía arriesgarme a ponerme enfermo allí. Tampoco tenía nada para purificar el agua y no vendían agua mineral en ningún sitio, por lo que tuve que volver, mojado y deprimido, a mi hotel abandonado.

Esa noche dormí con la navaja en una mano debido a varios ruidos que escuché a mitad de la noche. Parecía que alguien había entrado, incluso escuché pasos subiendo la escalera, pero finalmente no tuve que batirme en duelo con nadie. Y también dormí con el temor de que me mordiera alguna rata o de sentir en mitad de la noche insectos sobre mi cara, así que me metí en el saco y lo cerré lo máximo que pude.

A las 5 de la mañana ya estaba fuera del hotel, deshaciendo el camino andado.

Llegué a Kathmandu ese mismo día, bien entrada la noche. Mi amigo Babu me recibió en su casa, me dio de cenar y por fin pude descansar tranquilamente.

Esa pequeña incursión en las montañas me sirvió para entender la magnitud del terremoto, para ver con mis propios ojos lo que supone una desgracia de tal envergadura, y para comprobar lo que ya suponía: todo el mundo se vuelca al principio con un país que sufre un desastre natural, pero pasados unos pocos meses todos nos olvidamos. Pero las consecuencias perduran durante mucho tiempo.

Y allí, en el norte de Nepal, perdidos entre las montañas, aún sigue mucha gente viviendo en tiendas de campaña o en chabolas, sin luz ni agua, sin acceso a hospitales ni colegios, olvidados para casi todo el mundo.

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